Un hombre ha muerto
de muerte natural
En enero de 1983, sólo
un mes después de haber recibido en Estocolmo el Premio Nobel, Gabriel
García Márquez escribió una remembranza de su primera
llegada a Ciudad de México, el 2 de julio de 1961. Allí,
entre otras cosas, decía: "La fecha no se me olvidará nunca,
porque al día siguiente muy temprano un amigo me despertó
por teléfono y me dijo que
Hemingway había muerto". De inmediato,
el Nobel colombiano escribió una nota sobre la muerte, la vida y
la obra de Hemingway, la cual apareció una semana más tarde
en una revista mexicana. Titulada Un hombre ha muerto de muerte natural,
la nota no volvió a aparecer en prensa periódica ni en libro
hasta ahora, con motivo del centenario de Hemingway que se celebra este
mes.
GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ
Esta vez parece ser verdad: Ernest Hemingway ha
muerto. La noticia ha conmovido, en lugares opuestos y apartados del mundo,
a sus mozos de café, a sus guías de cazadores, a sus aprendices
de torero, a sus choferes de taxi, a unos cuantos boxeadores venidos a
menos y a algún pistolero retirado.
Mientras tanto, en el pueblo de Ketchum, Idaho,
la muerte del buen vecino ha sido apenas un doloroso incidente local. El
cadáver permaneció seis días en cámara ardiente,
no para que se le rindieran honores militares, sino en espera de alguien
que estaba cazando leones en Africa. El cuerpo no permanecerá expuesto
a las aves de rapiña, junto a los restos de un leopardo congelado
en la cumbre de una montaña, sino que reposará tranquilamente
en uno de esos cementerios demasiado higiénicos de los Estados Unidos,
rodeado de cadáveres amigos. Estas circunstancias, que tanto se
parecen a la vida real, obligan a creer esta vez que Hemingway ha muerto
de veras, en la tercera tentativa.
Hace cinco años, cuando su avión
sufrió un accidente en el África, la muerte no podía
ser verdad.
Las comisiones de rescate lo encontraron alegre
y medio borracho, en un claro de la selva, a poca distancia del lugar donde
merodeaba una familia de elefantes. La propia obra de Hemingway, cuyos
héroes no tenían derecho a morir antes de padecer durante
cierto tiempo la amargura de la victoria, había descalificado de
antemano aquella clase de muerte, más bien del cine que de la vida.
En cambio, ahora, el escritor de 62 años,
que en la pasada primavera estuvo dos veces en el hospital tratándose
una enfermedad de viejo, fue hallado muerto en su habitación con
la cabeza destrozada por una bala de escopeta de matar tigres. En favor
de la hipótesis de suicidio hay un argumento técnico: su
experiencia en el manejo de las armas descarta la posibilidad de un accidente.
En contra, hay un solo argumento literario: Hemingway no parecía
pertenecer a la raza de los hombres que se suicidan. En sus cuentos y novelas,
el suicidio era una cobardía, y sus personajes eran heroicos solamente
en función de su temeridad y su valor físico. Pero, de todos
modos, el enigma de la muerte de Hemingway es puramente circunstancial,
porque esta vez las cosas ocurrieron al derecho: el escritor murió
como el más corriente de sus personajes, y principalmente para sus
propios personajes.
En contraste con el dolor sincero de los boxeadores,
se ha destacado en estos días la incertidumbre de los críticos
literarios. La pregunta central es hasta qué punto Hemingway fue
un grande escritor, y en qué grado merece un laurel que a él
mismo le pareció una simple anécdota, una circunstancia episódica
en la vida de un hombre.
En realidad, Hemingway sólo fue un testigo
ávido, más que de la naturaleza humana de la acción
individual. Su héroe surgía en cualquier lugar del mundo,
en cualquier situación y en cualquier nivel de la escala social
en que fuera necesario luchar encarnizadamente no tanto para sobrevivir
cuanto para alcanzar la victoria. Y luego, la victoria era apenas un estado
superior del cansancio físico y de la incertidumbre moral.
Sin embargo, en el universo de Hemingway la victoria
no estaba destinada al más fuerte, sino al más sabio, con
una sabiduría aprendida de la experiencia. En ese sentido era un
idealista. Pocas veces, en su extensa obra, surgió una circunstancia
en que la fuerza bruta prevaleciera contra el conocimiento. El pez chico,
si era más sabio, podía comerse al grande. El cazador no
vencía al león porque estuviera armado de una escopeta, sino
porque conocía minuciosamente los secretos de su oficio, y por lo
menos en dos ocasiones el león conoció mejor los secretos
del suyo. En El viejo y el mar -el relato que parece ser una síntesis
de los defectos y virtudes del autor- un pescador solitario, agotado y
perseguido por la mala suerte logró vencer al pez más grande
del mundo en una contienda que era más de inteligencia que de fortaleza.
El tiempo demostrará también que
Hemingway, como escritor menor, se comerá a muchos escritores grandes,
por su conocimiento de los motivos de los hombres y los secretos de su
oficio. Alguna vez, en una entrevista de prensa, hizo la mejor definición
de su obra al compararla con el iceberg de la gigantesca mole de hielo
que flota en la superficie: es apenas un octavo del volumen total y es
inexpugnable gracias a los siete octavos que la sustentan bajo el agua.
La trascendencia de Hemingway está sustentada
precisamente en la oculta sabiduría que sostiene a flote una obra
objetiva, de estructura directa y simple, y a veces escueta inclusive en
su dramatismo.
Hemingway sólo contó lo visto por
sus propios ojos, lo gozado y padecido por su experiencia, que era, al
fin y al cabo, lo único en que podía creer. Su vida fue un
continuo y arriesgado aprendizaje de su oficio, en el que fue honesto hasta
el límite de la exageración: habría que preguntarse
cuántas veces estuvo en peligro la propia vida del escritor, para
que fuera válido un simple gesto de su personaje.
En ese sentido, Hemingway no fue nada más,
pero tampoco nada menos, de lo que quiso ser: un hombre que estuvo completamente
vivo en cada acto de su vida. Su destino, en cierto modo, ha sido el de
sus héroes, que sólo tuvieron una validez momentánea
en cualquier lugar de la Tierra, y que fueron eternos por la fidelidad
de quienes los quisieron. Ésa es, tal vez, la dimensión más
exacta de Hemingway. Probablemente, éste no sea el final de alguien,
sino el principio de nadie en la historia de la literatura universal. Pero
es el legado natural de un espléndido ejemplar humano, de un trabajador
bueno y extrañamente honrado, que quizá se merezca algo más
que un puesto en la gloria internacional.
© Gabriel García Márquez
/ Cambio |