La razón según Wojtyla
FERNANDO SAVATER
Incluso quienes somos más ariscos ante su alto magisterio tenemos
que reconocer que el papa Juan Pablo II es todo un personaje o, como dicen
los franceses pensando en el escenario de la Comédie, "un caractère".
En este mundo de espejismos que se contagian casi instantáneamente
de polo a polo, sólo merecen verdadero interés quienes no
sólo se niegan a plegar sus manías a los dictados de la moda,
sino que incluso logran poner de moda sus manías. Karol Wojtyla
pertenece a esta raza de privilegiados, como ha demostrado popularizando
mediáticamente el anticomunismo, el integrismo sexual y sobre todo
la autoridad misma del Sumo Pontífice, comprometida por la campechanía
de Juan XXIII y las ambivalencias hamletianas de Pablo VI.
En ocasiones ha incidido en el curso de los acontecimientos históricos
(favoreciendo el derrumbe de los ya íntimamente decaídos
regímenes totalitarios del este de Europa) y otras veces el azar
en forma de plaga mortífera de transmisión sexual ha reforzado
su condena del grato libertinaje. Ahora ha decidido comprometer a la Providencia
una vez más apostando por un caballo de pedigree ilustre,
aunque demasiado viejo, que ya sólo logra victorias facilonas en
contiendas de poca monta, pero no logra ni colocarse en los certámenes
de mayor fuste. Me refiero a la filosofía.
Fides et ratio, la última encíclica hasta ahora
del papa Wojtyla (quizá destinada a ser la última en todos
los sentidos, su testamento pastoral), está dedicada al papel de
la filosofía frente al mundo actual y sobre todo dentro de lo que
hoy se considera fe católica. No puede decirse que los Papas se
hayan prodigado en documentos de este rango sobre la filosofía -el
último ejemplo de género tan infrecuente fue Aeterni patris,
firmada por León XIII en 1879, según se nos informa en la
encíclica actual- y la verdad es que resulta comprensible tanta
mesura porque la filosofía rara vez lleva sello de urgencia ni para
los fieles creyentes ni para casi nadie. Pero a Juan Pablo II se ve que
el tema le fascina. Para él, "la filosofía es como el espejo
en que se refleja la cultura de los pueblos" y desde luego puede asegurarse
que el hombre es "naturalmente filósofo".
De modo que la filosofía merece una encíclica, tal como
en ciertas guías se nos informa de que un restaurante o un paisaje
"merecen el desvío". Lo menos que podemos hacer los profesionales
de este gremio imposible es intentar tomarnos tan en serio su carta pastoral
como él se toma nuestra asignatura.
Además puede que este aparente intempestivo acierte otra vez
con la moda que viene: ¿no lo anuncian así el éxito
de obras de divulgación como El mundo de Sofía, la
proliferación en algunos países europeos de cafés
filosóficos y hasta el éxito de sectas más o menos
espiritualistas que despejan enigmas muy trascendentes por medio de unos
cuantos apotegmas perentorios? A la Iglesia no deben pillarle tales indicios
con el paso cambiado, como algunos se empeñan en decir que le cogió
a nuestro Gobierno la tregua de ETA...
Aunque la palabra "filosofía" suele recibir usos lamentablemente
degradados -"la filosofía de nuestro departamento de ventas...",
"la filosofía de este canal de televisión..."-, cuando el
Papa habla de filosofía se refiere a la Gran Filosofía, la
que hicieron Aristóteles, Tomás de Aquino y Kant. Es más,
incluso habla de una filosofía de tamaño mayor que
el natural en la mayoría de los departamentos universitarios del
ramo.
Ya en la segunda página de su encíclica establece sin
trepidar que las preguntas verdaderamente filosóficas inquieren
cuestiones de no menor calibre que "¿quién soy?, ¿de
dónde vengo?, ¿adónde voy?", aun arriesgándose
a recibir como respuesta aquella gansada del humorista Pierre Dac: "Yo
soy yo, vengo de mi casa y voy a volverme a ella lo más pronto posible".
Dados los actuales remilgos posmodernos ante cualquier aspiración
a certidumbres más ambiciosas que las de la perspectiva pragmática
o el relativismo hermenéutico, no deja uno -al menos este uno que
abajo firma- de sentir cierta simpatía por la cerrada defensa de
la Verdad con mayúscula y redoble de timbales de que hace profesión
Fides
et ratio. Así como también por establecer enérgica
y sensatamente que no se debe confundir la legítima reivindicación
de lo específico de tal o cual pensamiento local "con la idea de
que una tradición cultural deba encerrarse en su diferencia y afirmarse
en su oposición a otras tradiciones, lo cual es contrario a la naturaleza
misma del espíritu humano". ¡Uf, qué alivio poder coincidir
por fin con el Papa en algo!
Lamentablemente, el acuerdo ya no va mucho más allá. A
partir de ese momento, Wojtyla se encierra en la tradicional serie de paralogismos
que convierte la reconciliación entre fe y razón en un pobre
remedo de armonía porque lo que se reclama ante todo es la sumisión
de la segunda a la primera.
El hombre debe buscar respuesta a los misterios de la existencia, pero
sólo puede hallarla en un misterio aún mayor, el de la encarnación
del Verbo Divino. Hay que intentar aclarar lo oscuro acudiendo a lo que
es más oscuro todavía: lo contrario revela una actitud arrogante,
reduccionista, un exceso de confianza en sus propias fuerzas propio del
"excesivo espíritu racionalista de algunos pensadores" (sic).
La indagación filosófica está muy bien siempre
que desemboque suficientemente desarmada en el acatamiento a lo que la
fe ya conoce por sus propios medios: la gran Verdad siempre es "ulterior"
y, por tanto, "no puede encontrar solución si no es en lo absoluto",
terreno en el cual la fe se mueve con la agilidad que propicia lo ininteligible.
¿Libertad de pensamiento? Es la fe lo que permite a cada uno
expresar su propia libertad porque "la libertad no se realiza en las opciones
contra Dios". Eso sí, a la razón filosófica le queda
la tarea importante de "ilustrar contenidos filosóficos como, por
ejemplo, el lenguaje sobre Dios, las relaciones personales dentro de la
Trinidad, la acción creadora de Dios en el mundo, la relación
entre Dios y el hombre, y la identidad de Cristo, que es verdadero Dios
y verdadero hombre". Al acometer esas empresas y otras no menores debe
evitar caer en vicios como el "historicismo, el modernismo, el cientificismo,
el pragmatismo, el nihilismo y la posmodernidad". Puestas así las
cosas, ¿no sería mejor limitarnos a preguntar al párroco
para no equivocarnos?
Pongamos un ejemplo histórico de tal error: cuando en 1790 la
Asamblea de la Francia revolucionaria proclamó los principios filosóficos
de la Declaración de Derechos del Hombre fue explícitamente
condenada por Pío VI (10 de marzo y 13 de abril de 1791), ya que
"el poder no deriva de un contrato social, sino de Dios mismo, garante
del Bien y de lo Justo". ¿Ven cómo más vale no salirse
de los caminos trillados y preguntar directamente al Papa, aunque, como
en el caso de los derechos humanos, haya tardado un par de siglos en conceder
el nihil obstat?
La aseveración de Fides et ratio que necesita más
fe y menos razón para ser aceptada aparece en la página 20:
"La historia es el lugar donde podemos constatar la acción de Dios
en favor de la humanidad". De la Naturaleza no se habla, pero cabe, en
cambio, suponer que una observación como ésta de John Stuart
Mill -"ni siquiera en la más distorsionada y amañada teoría
del bien que jamás haya podido ser concebida por el fanatismo religioso
o filosófico puede hacerse que la Naturaleza tenga semejanza con
la obra de un Ser a la vez bueno y omnipotente"-, por mucha razón
que parezca tener y que el huracán Mitch le conceda, carece
de la fe necesaria como para ser mínimamente aceptable.
De modo que no, a fin de cuentas tampoco Juan Pablo II es el influyente
amigo de la filosofía por el que los miembros del gremio esperamos
suspirando. Me temo que seguimos tan solos como antes. |