![]() Martes 30 marzo 1999 - Nº 1061
![]() Este é um artigo de opinião sobre a guerra
na Europa que teve início a 24/3/99 (ver o
restante dossier).
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OPINIÓN
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FRANCISCO RUBIO LLORENTE Que lo de Kosovo es guerra, es cosa cierta. Que el país atacado, Yugoslavia,
no tiene la menor posibilidad de dañar a las potencias atacantes
y sólo de manera marginal e insignificante la de hacer daño
a las tropas que lo hostigan, también. No en vano disponen éstas,
a Dios gracias, de medios potentes y sofisticados que les permiten arrasar
el suelo sin poner los pies en él. Nadie podrá negar tampoco
que las víctimas seguras de los misiles Tomahawk y de las bombas
inteligentes lanzadas desde bombarderos invisibles, son quienes habitan
en las casas sobre las que las bombas caen y se mueven por las carreteras
y los puentes que las bombas destrozan. Por último, no parece aventurado
pensar que aquellos que sufren los daños sin poder enfrentarse
con quienes los causan, intentarán hacérselos pagar a sus
presuntos beneficiarios y que serán aún mayores las penalidades
que los albaneses padecen en Kosovo, sean guerrilleros o no. Hasta aquí
todo es claro, simple y doloroso. Pero esto no es todo, sino sólo
lo evidente y sin duda también lo más importante para los
directamente afectados. Su dolor no es consecuencia de una catástrofe
natural, sino de decisiones humanas que deliberadamente lo causan para
conseguir efectos que lo trascienden y desde esta perspectiva nada es
claro y simple, sino complejo y oscuro, aunque se empeñen en ignorarlo
los teóricos de la simplicidad, es decir, los cínicos o
los papanatas. Cuestiones oscuras y complejas hay muchas: la definición de los
objetivos que han llevado a la guerra, la eficacia para alcanzarlos mediante
acciones que se libran sólo desde el aire contra el suelo, la dudosa
disposición de las potencias aliadas para emplear otros que de verdad
pongan en peligro las vidas de sus propios soldados, la solución
final que estas potencias aliadas se proponen imponer si triunfan, las
consecuencias que una ofensiva lanzada al margen de las Naciones Unidas
puede tener para el equilibrio internacional e incluso para la paz en el
continente y en el mundo. Éstas y otras muchas que seguramente se
me quedan en el tintero, son sin embargo cuestiones cuyo análisis
serio no está al alcance de quienes no somos especialistas en política
internacional. Análisis de este género han ofrecido ya a
los lectores de EL PAÍS un artículo excelente de Miguel Herrero
y otro, traducido, de William Pfaff. Mi afición me lleva a los planteamientos
teóricos aunque el tema que aquí propongo, el de la guerra
justa, que me ronda desde hace meses, me fue sugerido precisamente por
la lectura en el Herald Tribune de un artículo del último
de los autores citados.
En un comentario sobre la segunda guerra del Golfo, contaba Pfaff allí
que el think tank americano al que el presidente Bush encargó
un informe que sirviera para justificar la primera, acudió para
ello a las viejas teorías sobre la guerra justa, tan desarrollada
por la escolástica española;
si no recuerdo mal, incluso se precisaba que los autores del informe se
habían servido en especial de la obra de Suárez. La noticia, en cierto sentido halagadora, era sobre todo inquietante.
La especulación sobre la guerra justa
como problema moral, que apasionó a
los teólogos juristas y tras ellos a los teóricos del Derecho
Natural racionalista, parecía olvidada desde hacía siglos.
En la medida en la que la noción de guerra justa se emplea aún,
se usa en relación con el Derecho Internacional positivo, cuyo objetivo
principal, después de la Primera Guerra Mundial y más aún
tras la Segunda, ha sido justamente el de proscribir la guerra como medio
a disposición de los Estados. Los Estados pueden defender su territorio,
pero el recurso a la guerra como instrumento para imponer el derecho queda
reservado a la organización internacional; fuera de las acciones
armadas decididas por las Naciones Unidas, toda acción ofensiva
es agresión ilícita. Aunque el agresor, tanto si es un solo
Estado como si es la "comunidad internacional", crea que la justicia
está de su parte, no hay guerras justas. La apelación a la
vieja idea de la guerra justa no puede significar por eso otra cosa que
un abandono del Derecho Internacional, un salto atrás, un regreso
a categorías abstractas como la de la "justa causa", o la ponderación
de los daños que se originan y los que se pretenden evitar, a las
que, a la postre, sólo la voluntad del poderoso llena de contenido
eficaz. Cuando España era una gran potencia, uno de nuestros juristas
regios, Ginés de Sepúlveda, incluyó por ejemplo entre
las justas causas la de la superioridad cultural, pues "lo perfecto debe
imperar sobre lo imperfecto" y cuando no hay otro medio, hay que someter
por las armas a quienes "por torpeza de entendimiento y costumbres inhumanas
y bárbaras" deben obedecer a quienes son más sabios y virtuosos.
Aunque cabe sospechar que los miembros de la "comunidad internacional", es
decir, Estados Unidos y sus aliados, se tienen por los sabios y virtuosos
de nuestro tiempo y hasta es posible que efectivamente lo sean, como quizás
en su tiempo lo fueron los españoles, la justicia de la guerra
emprendida contra Yugoeslavia no se explica todavía en esos términos
rotundos del Democrates Alter. La razón invocada para justificar
el bombardeo indefinido es la de la necesidad de defender los
derechos humanos, de manera que, en cierto modo, la violación
flagrante de las normas internacionales se ampara en una noción
que en apariencia es también jurídica, en un derecho más
alto, de manera que ni tenemos necesidad de apelar a nuestra superioridad
moral, ni hemos escapado del ámbito objetivo del Derecho
para refugiarnos en el puramente subjetivo de las convicciones morales
o las creencias religiosas. Pese a la apariencia, es sin embargo precisamente
esto lo que ha sucedido. La apelación a los derechos humanos, al
humanitarismo, esa noción sagrada de nuestro tiempo, nos saca del
mundo del derecho, en el que, pese a sus muchos defectos, alguna esperanza
hay de encontrar protección frente a la arbitrariedad y la fuerza,
para situarnos en el de los valores absolutos,
religiosos o morales, cuya aplicación a las relaciones entre pueblos
favorece indefectiblemente al poderoso. No porque Dios ayude a los buenos
cuando son más que los malos, sino porque los más, los más
fuertes, resultan ser siempre, además, los buenos. Atreverse a escudriñar de cerca lo sagrado ha sido siempre tarea
llena de peligros, pero hay que correr el de parecer inhumano y detenerse
un poco en los tales derechos y en el
uso que de esa categoría se hace. En los comienzos de la modernidad,
se trataba de derechos que los hombres teníamos por el simple hecho
de serlo y lo que daba al Estado, al poder, su razón de ser, era
justamente la necesidad de hacerlos eficaces. La finalidad del Estado
era la de proteger a cada uno de los individuos sujetos a su poder frente
a los ataques que otros individuos, de dentro o de fuera del Estado, pudieran
dirigir contra su vida, su libertad y sus bienes, o en la célebre
fórmula de la Declaración de Independencia de Estados Unidos
(que procede de un autor helvético muy influyente en su tiempo)
contra su derecho a la "búsqueda de la felicidad". Esa idea quedó
olvidada sin embargo desde hace mucho tiempo, y al bajar de los cielos
de la filosofía a la tierra del derecho, los derechos dejaron de
ser la finalidad necesaria (y única) del Estado para convertirse
simplemente en un límite a su poder. La transmutación, que
lleva a la conclusión paradójica de que el Estado fue creado
para protegernos frente a él y se ha completado merced a la protección
internacional de los derechos, tiene muchas implicaciones que aquí
no pueden ser ni siquiera aludidas, pero su efecto más obvio es
el de que, en la representación común, no hay derecho humano
alguno en juego cuando un ciudadano mata a otro, o lo maltrata, o anula
su libertad, o lo roba, sino sólo cuando el responsable directo
del desmán es el Estado, cuya impotencia para preservar las personas
y los bienes puede ser objeto de reproche político, pero no jurídico.
Un Estado que abole la pena de muerte y cuyos agentes no matan ni violan,
es intachable desde el punto de vista del derecho a la vida, aunque en
su territorio campen en libertad miles de malhechores. Por poner un ejemplo
menor, pero cercano: el Tribunal Europeo de los Derechos Humanos puede
condenar (y en efecto ha condenado) al Estado español porque un
Ayuntamiento autorizó la instalación de una planta depuradora
de residuos industriales cuyos malos olores echaron de su casa a una familia,
violando así su domicilio y su derecho a fijar libremente su residencia
dentro del territorio nacional; no puede condenarlo, ni lo condenará,
porque uno o muchos concejales en el País Vasco tengan que cambiar
de casa y de lugar a consecuencia de las acciones de unos desalmados.
No estando en el Estado la causa directa del desmán, los derechos
afectados, al menos desde el punto de vista de la protección internacional,
no son "humanos". De lo que se sigue que desde esta perspectiva internacional, lo que
da a estos derechos su importancia primordial no es la dignidad de sus
titulares, sino la majestad del poder que debe respetarlos. No son derechos
universales, sino derechos que ciertos hombres tienen como consecuencia
de los deberes que su Estado ha asumido frente a otros Estados. Así
se explican afirmaciones que de otro modo resultarían incomprensibles.
En la declaración en la que, desde Berlín y a través
de la prensa, se dignó informarnos a los españoles de la
acción bélica en la que tomamos parte, el presidente del
Gobierno, con su habitual originalidad de pensamiento, nos dijo que estas
violaciones de los derechos humanos más elementales "no pueden tener
cabida en Europa". ¿Por qué, si afectan a lo elementalmente
humano, deben ser impedidas sólo aquí y no, por ejemplo,
en Borneo, o en el Congo, o en Sierra Leona, o incluso un poco más
cerca, en Turquía? Si fueran simplemente derechos de los hombres,
tan inaceptable sería su violación aquí como allá.
El enunciado retórico refleja la realidad profunda: los derechos
humanos que el Derecho Internacional protege no son derechos de los hombres
frente a cualquiera, sino sólo frente a sus respectivos Estados,
ante los que sólo cabe emplear los medios que el propio Derecho
ofrece. Al situarse fuera de ese ámbito y apelar a los derechos
humanos como valores absolutos y justificar su acción con un imperativo
moral, la OTAN nos hace retroceder hacia épocas que creíamos
superadas. Lo malo no está sólo en la contradicción
entre la pretendida universalidad de los derechos y la localidad de su
defensa, o entre la proclamación de su validez absoluta y la utilización
de medios que inevitablemente han de privar a algunos humanos, incluidos
aquellos a quienes se pretende defender, de su vida, su libertad, sus bienes
y su derecho a buscar la felicidad. Lo malo y lo peor está en el
hecho de que la huida del Derecho para entrar en la Justicia permite cobijar
bajo el manto de ésta cualquier arbitrariedad, cualquier interés
político. Que es lo que, probablemente, sucede aquí y ahora.
Francisco Rubio Llorente es catedrático de Derecho Constitucional.
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